Los buenos nunca se van solos porque siempre se llevan un pedacito de todos nosotros y a veces, para colmo, sucede que la muerte se los lleva a pares y ese pedacito se convierte en un buen trozo. Esto es lo que ha sucedido este fin de semana; primero se marchó Saramago y unas horas más tarde Carlos Monsiváis.
Monsiváis decía que era un gato sin la elegancia ni las siete vidas de los gatos. Siempre estuvo rodeado de gatos, aunque le prohibieran el contacto con ellos debido a la afección pulmonar que al final le robó la única vida que tenía. En México todo el mundo le conocía. Salía en la televisión, en la radio, escribía en los periódicos, se metía en todas las salsas y, como los gatos, curioseaba, criticaba y opinaba sin importarle las consecuencias. En una entrevista afirmó que había talentos que le habían sido negados; uno de ellos es el necesario para llegar a la Presidencia de la República y, otro mayor, mucho mayor, el que se precisa para ser poeta. No fue poeta, eso se lo dejó a su amigo José Emilio Pacheco, ni fue Presidente de la República, eso le habría anulado su capacidad crítica. Yo he leído poco de Monsiváis, un puñado de artículos, recuerdo dos especialmente; uno sobre el impacto de los atentados del 11-S en la sociedad mejicana y el segundo sobre la obra de Juan Rulfo. Es poco lo que he leído de Monsiváis para lo extenso de su obra. Especiales ganas tengo de hincarle el diente a su novela Nuevo catecismo para indios remisos, novela de la que Sergio Pitol comenta en El mago de Viena: libro excéntrico entre los excéntricos, es también uno de los más perfectos con que cuenta la literatura mexicana. Y yo de Pitol me fío. Supongo que ahora, con su muerte, editoriales y librerías se apresurarán a reeditar lo escrito y no escrito del autor mejicano y tendré la oportunidad de disfrutarlo plenamente. Así funcionan las cosas, siempre con la muerte de por medio.