Es un niño pijo, se le ve en la foto. Hijo contestatario de una de influyente familia filipina que un día decidió no seguir los pasos de papi, el congresista Augusto Syjuco, y se fue a estudiar un máster en la Universidad de Columbia. Ahora vive en Canadá y desde allí ha escrito su novela Ilustrado (Tusquets). Me imagino que la redacción de la novela le ha servido como terapia para superar los conflictos con su progenitor (dice que lleva años sin hablar con él), pero además es que escribe bien. Escribe muy bien. Creo que es el primer autor al que yo leo capaz de plasmar con soltura la fluidez y frescura de una conversación de chat en un medio tan sólido y, a veces, tan rígido como es una novela. Tampoco cuenta historias ñoñas ni tramas imposibles sacadas de la biblia del buen bet-seller, algo habitual en los “niños bien” que un día deciden dedicarse a escribir novelitas. Su novela es una mezcla de metaliteratura, denuncia de la situación político-social filipina, desarraigo cultural y alguna que otra pincelada tópica sobre sus paisanos. Y está bien escrita. Muy bien escrita. Hasta que uno llega a la página 108 (en la edición del Círculo de Lectores) y se encuentra con una escena que destroza todo lo anterior. El bueno de Miguel relata, en una más de las frecuentes intercalaciones de la novela y que conforman el dinamismo de la historia, la anécdota de un emigrante filipino que mientras espera conseguir un puesto como informático en los Estados Unidos se ve obligado a realizar trabajos basura. Erning, que así se llama el tagalo, es contratado para pintar el porche de un presuntuoso yanqui. Lo tiene que pintar en un día y, para añadirle mayor hilaridad al relato, el color elegido por el cowboy para su porche es el rosa. Erning, sin demasiado esfuerzo, termina el trabajo en dos horas. El norteamericano asombrado por el trabajo del filipino, aunque lo confunde con un mexicano, le da una propina por la rapidez. Antes de irse, Erning, le indica al yanqui que el coche que tiene no es un Porsche, sino un Ferrari. Fin de la anécdota. Tuve que cerrar el libro. ¿Por qué, queridísmo Syjuco, has tenido que colocar un chiste tan viejo y tan malo en tu libro? Y de color rosa… Con lo bien que iba…
miércoles, 23 de marzo de 2011
miércoles, 16 de marzo de 2011
NOCILLA REMAKE
Me gusta la nocilla. Devoro los botes de nocilla. También me gustó la experiencia Nocilla de Agustín Fernández Mallo. Recuerdo con agrado el primer libro de esa trilogía de merienda: Nocilla Dream. Me atraparon las breves historias en apariencia inconexas, las descripciones poéticas, la plasmación de esas paradojas imperceptibles que nos rodean constantemente. También me gusta su poesía científico-existencialista con versos sartrerianos y a la vez eisnteinianos, versos del tipo: [como la ecuación x=y sin solución, o el beso]. Poesía pospoética la llama él y como todo artista que se precie elaboró una sesuda teoría que sustentara su posición lírica, recogida en: Postpoesía, hacia un nuevo paradigma; libro con el que quedó finalista del Premio de Ensayo Anagrama. Hace unos días Alfaguara ha publicado su última novela: El hacedor (de Borges), Remake. Me choca la palabra Remake en el título, influencias del mundo cinematográfico, supongo. Sin embargo, desde Homero, según dicen, todo es remake en esto de escribir. No creo que sea necesario indicarlo. Es una obviedad. Salvo que opte por la postura defendida por Atxaga en Obabakoak cuando habla del método para plagiar, según el cual la manera más efectiva de perpetrar un plagio es hacerlo de forma ostensible y así, si te acusan de copista, siempre te quedará la defensa de un pretendido homenaje al escritor admirado. El hacedor (de Borges), Remake; lo deja claro desde la portada. Es un plagio, sí, pero avisado; puede alegar Fernández Mallo. Sin embargo, no es un plagio. No al menos del primer autor de El hacedor (versión original, habrá que decir ahora). Es un plagio de sí mismo, vicio frecuente también en esto de la escritura. Primero se plagia a Homero o a otro cualquiera que haya plagiado a Homero, después simplemente se plagia el propio plagio (Auster es un digno representante de dicha modalidad). Esto es lo que hace en esta nueva entrega, que yo incluiría dentro de la saga Nocilla, Agustín Fernández Mallo. Claro, que el universo de Borges le viene como anillo al dedo, pero no es más que una excusa. Una excusa válida, desde luego, para continuar relatando esas historias breves, paradójicas y deliciosas que nos ha venido contando hasta ahora, esas historias nocilla, cuentos de merienda; para chuparse los dedos. A mí me gustan, me gustan mucho, las devoro, aunque creo que no le vendría mal hacer un nuevo viaje a esas tierras lejanas de Tailandia y quedarse quince días en la terraza del hotel (con la cadera sana, desde luego), quizá así concluya el ciclo de los dreams, los projects y las experiences y nos sorprenda con otros remakes. Mientras tanto, continuaré disfrutando de estas rebanadas de nocilla.
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