Te vas de vacaciones. Metes en la maleta el bañador, las camisetas de publicidad hortera con las que esperas pasar desapercibido entre los humanoides playeros, la crema protectora, el iPod con toda la discografía de Bruce y la E Street Band para homenajear a Clarence Clemons, unos porros (ya liados, porque con la brisa marina y la arena no hay quien los haga como es debido), las gafas de sol de los ochenta que ya no están de moda, un cuadernito para anotar las chorradas que la insolación te inspire y un libro para leer cuando te canses de ver tías bronceadas en top- les. ¿El título del libro? Padres, hijos y primates. ¿El autor? Jon Bilbao. Estupendo. Un planazo. Comienzas a leer y empiezan las sutiles y molestas casualidades. Un tipo llamado Joanes tiene un negocio de aire-acondicionado; en la habitación del hotel no funciona el aire-acondicionado y el de recepción tiene pinta de llamarse Joanes o algo peor. Al especialista en aires le va mal el negocio; tu situación laboral es una mierda. Aparece un suegro insoportable, un viejo verde que decide casarse con una exótica jovencita en el otro extremo del mundo; ¿por qué todos los suegros son insoportables, mucho más que las suegras, aunque estas tengan peor fama?, ¿por qué todos los viejos pierden la cabeza cuando una jovencita exótica les dice papito? Joanes&family se van a Cancún, para que el suegro pueda desflorar a sus amorcito. Cancún tiene playa, una playa igualita a la playa en la que estoy, con sus sombrillas, sus cuerpos bronceados, sus cuerpos moreno-gamba, los niños haciendo castillos de arena, los deportistas de verano jugando a la pelota, los surferos buscando olas y esquivando cabezas, los vendedores ambulantes, la música hortera del chiringuito; vamos, una playa. Y sigues leyendo páginas y más páginas y vas comprobando con cierto estupor lo mucho que se parece tu vida, tu momento, a lo narrado por el bueno de Jon. Es lo que tienen sus historias, ya sean relatos o novelas, que siempre te recuerdan que en cualquier momento algo horrible, a veces terrorífico, puede pasar. Y pasa. Y terrorífico. Porque el frigocalórico se encuentra con un ex profesor que le va a retorcer la vida justo en el momento en el que tú ves avanzar por el paseo marítimo a un antiguo compañero del trabajo al que hacía siglos que no veías (gracias a Dios) y sabes que si no la vida, este tipo que te saluda con un helado de pistacho en la mano te va a retorcer la tarde. Es entonces cuando cierras el libro asustado, temiendo que en cualquier momento llegue un tsunami. Miras al tipo del helado verde y decides dejar la lectura para otro momento, no sea que las serendipias continúen replicándose. Le dices lo mucho que te alegras de verle y aceptas dar un paseo con él y con ese niño que lleva de la mano, que no deja de joder con la pelota y que a ti, no sabes muy bien por qué, te recuerda a un chimpancé.
(Para quien busque una crítica más concienzuda del libro de Jon Bilbao le recomiendo leer el post dedicado a Padres, hijos y primates en http://lector-malherido.blogspot.com. Algún día, Jon, nos contarás como has sobornado a Juan Malherido para que te trate tan bien…)