jueves, 28 de julio de 2011

DE VACACIONES CON JON BILBAO


Te vas de vacaciones. Metes en la maleta el bañador, las camisetas de publicidad hortera con las que esperas pasar desapercibido entre los humanoides playeros,  la crema protectora, el iPod con toda la discografía de Bruce y la E Street Band para homenajear a Clarence Clemons, unos porros (ya liados, porque con la brisa marina y la arena no hay quien los haga como es debido), las gafas de sol de los ochenta que ya no están de moda, un cuadernito para anotar las chorradas que la insolación te inspire y un libro para leer cuando te canses de ver tías bronceadas en top- les. ¿El título del libro? Padres, hijos y primates. ¿El autor? Jon Bilbao. Estupendo. Un planazo. Comienzas a leer y empiezan las sutiles y molestas casualidades. Un tipo llamado Joanes tiene un negocio de aire-acondicionado; en la habitación del hotel no funciona el aire-acondicionado y el de recepción tiene pinta de llamarse Joanes o algo peor. Al especialista en aires le va mal el negocio; tu situación laboral es una mierda. Aparece un suegro insoportable, un viejo verde que decide casarse con una exótica jovencita en el otro extremo del mundo; ¿por qué todos los suegros son insoportables, mucho más que las suegras, aunque estas tengan peor fama?, ¿por qué todos los viejos pierden la cabeza cuando una jovencita exótica les dice papito? Joanes&family se van a Cancún, para que el suegro pueda desflorar a sus amorcito. Cancún tiene playa, una playa igualita a la playa en la que estoy, con sus sombrillas, sus cuerpos bronceados, sus cuerpos moreno-gamba, los niños haciendo castillos de arena, los deportistas de verano jugando a la pelota, los surferos buscando olas y esquivando cabezas, los vendedores ambulantes, la música hortera del chiringuito; vamos, una playa. Y sigues leyendo páginas y más páginas y vas comprobando con cierto estupor lo mucho que se parece tu vida, tu momento, a lo narrado por el bueno de Jon.  Es lo que tienen sus historias, ya sean relatos o novelas, que siempre te recuerdan que en cualquier momento algo horrible, a veces terrorífico, puede pasar. Y pasa.  Y terrorífico. Porque el frigocalórico se encuentra con un ex profesor que le va a retorcer la vida justo en el momento en el que tú ves avanzar por el paseo marítimo a un antiguo compañero del trabajo al que hacía siglos que no veías (gracias a Dios) y sabes que si no la vida, este tipo que te saluda con un helado de pistacho en la mano te va a retorcer la tarde. Es entonces cuando cierras el libro asustado, temiendo que en cualquier momento llegue un tsunami. Miras al tipo del helado verde y decides dejar la lectura para otro momento, no sea que las serendipias continúen replicándose. Le dices lo mucho que te alegras de verle y aceptas dar un paseo con él y con ese niño que lleva de la mano, que no deja de joder con la pelota y que a ti, no sabes muy bien por qué, te recuerda a un chimpancé.
(Para quien busque una crítica más concienzuda del libro de Jon Bilbao le recomiendo leer el post dedicado a Padres, hijos y primates en http://lector-malherido.blogspot.com. Algún día, Jon, nos contarás como has sobornado a Juan Malherido para que te trate tan bien…)

martes, 19 de julio de 2011

LA CALMA DE PIGLIA


No he leído Blanco nocturno y no por falta de ganas. El problema está en que Moody’s me obliga a recortar los gastos de manera drástica y solo tengo permitido comprar libros en edición de bolsillo. Me consuela saber que no estoy tan jodido como los griegos o los portugueses, parece ser que ellos únicamente pueden leer las sinopsis de las contraportadas que se venden a precio de diez euros y en papel reciclado, lo cual, según que libros, es toda una ventaja y un ahorro de tiempo. Pero yo quería leer Blanco nocturno. Bueno, lo que quería era leer algo de Ricardo Piglia, la verdad, porque le han dado el Rómulo Gallegos y porque últimamente los de Prisa nos lo meten hasta en la sopa: que si el diario de Piglia, que si el blog de Piglia, que si una entrevista por aquí, que si una conferencia por allá… Pues bien, había que leerlo. Entonces fui a la librería de turno y encontré en edición bono-basura un ejemplar de Plata quemada (Compactos, Anagrama), que era de este tal Piglia. Me sonaba el título porque parece ser que hay una película basada en la novela. ¿Alguien ha visto esa película? Pues no hace falta. No creo que sea mejor que la novela y si no es mejor que la versión en tinta, ¿para qué ver la película? La novela va de drogas, sexo y atracos y no le falta un poquito de rock&roll. Los atracadores se ponen hasta las cejas de coca, nunca se les acaba la droga, ni la munición, tienen balas y perico sin límite como si estuvieran usando un mal truco en un videojuego: munición infinita, drogas infinitas. Los atracadores son muy malos, pero que muy malos, espeluznantes, con una sangre fría tremenda y no se cortan un pelo a la hora de cargarse a todo el que se cruza en su camino. Para contrarrestar esta vileza y virilidad los atracadores se quieren mucho entre ellos, se quieren tanto que practican el sexo oral y la sodomía entre ellos, por pura fraternidad, claro está, ellos siempre machos muy machos. Eso es lo que cuenta Piglia en Plata quemada y lo cuenta con un estilo trepidante, como si el mismo autor se estuviera esnifando la cosecha colombiana mientras escribía cada una de las páginas de la novela. No para, habla un personaje y otro y otro y se van mezclando los diálogos con las frases sueltas, con los pensamientos de los protagonistas, con las chorradas que sueltan los curiosos; de pronto está dentro de la cabeza de uno de los atracadores como salta a la conversación telefónica entre dos vecinos que observan el tiroteo final, sin detenerse ni un instante, y tú lo lees y parece que la mandíbula se te va a desencajar de tanto ritmo, de tanta palabra, igualito que cuando te metes medio gramo de golpe. Un subidón la novela, de verdad. Si os la ofrecen por las calles de Malasaña, a sesenta el gramo, comprarla, merece la pena. Dice Piglia, en el epílogo de la novela, mucho más calmado, que intentó escribir el libro como si de un trabajo periodístico se tratara, como si únicamente se hubiera limitado a transcribir las declaraciones recogidas en un magnetófono. Bueno algo más tuvo que hacer, porque si no es imposible conseguir esa fluidez en el ritmo narrativo. Yo no digo que sea un asiduo de las saunas de Chueca, que tampoco tendría nada de malo, ni que haya experimentado las sensaciones que tiene uno cuando se carga a quince o veinte personas, que con ganas nos quedamos más de uno, pero seguro que las drogas las ha probado. Y bastante. También cuenta que la idea la tuvo a finales de los sesenta, en plena época psicodélica, mucho hash y mucho LSD, cuando leyó la noticia de un atraco que conmocionó al Buenos Aires y al Montevideo de aquellos años, pero que hasta finales de los noventa no se decidió a escribirla. Es curioso eso del tiempo que puede transcurrir entre una idea y su gestación final. Pitol lo explica bastante bien en El mago de Viena. Treinta añitos tardó Piglia en escribir Plata quemada. Se lo tomó con calma, desde luego, como si le hubiera dado al diazepam en vez de a la coca. Una calma que duró tres décadas, pero mereció la pena. Estupenda lectura.