La primera vez que lo vi aparte
la mirada rápidamente y negué, incrédulo, lo que había visto. No, no es cierto,
me dije, no puede ser. Así que volví a mirar. Y sí, había visto lo que había
visto. ¡Qué bestia!, pensé. ¡Qué criminal! ¡Qué psicópata! ¿Quién puede hacerle
eso a un libro? Emití algún que otro gruñido de disgusto y apunto estuve de
salir corriendo de allí a golpe de ratón. Pero no me fui de la página web, me
quedé observando, con las pupilas atrapadas por la curiosidad de lo
desagradable, la más consistente de las curiosidades, hasta que fui cruelmente
vencido. Un minuto tardó mi alma de beato bibliófilo en aceptar aquello que me
había parecido atroz en un primer momento. Un minuto sin pestañear para
comprobar cómo mi esquema de valores se desmoronaba y el espíritu de
bibliotecario santurrón (quizás meapilas) quedaba hecho cenizas. Un minuto,
nada más, tardé en sorprenderme diciendo, o pensando, o ambas cosas: ¿por qué
no? Sí, por qué no. ¿Por qué no hacer esculturas con un libro? Realmente,
dejando a un lado los derechos de autor, con muchos libros es lo mejor que se
puede hacer, incluso me atrevo a decir que muchos ganarían bastante e incluso
tendrían una utilidad real. Sí, amigo, si el último libro que has leído te
resulta un coñazo insoportable no lo abandones en la estantería, ni siquiera lo
lances a la hoguera, mejor sigue los pasos de Guy Laramee y hazte un chillida.
domingo, 22 de abril de 2012
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