No es necesario leer para hablar de libros. Esta es una afirmación de la que todos, en mayor o menor medida, hemos participado. Cualquiera ha hablado de lo que no conoce en algún momento (ahí están los economistas, sin ir más lejos) y los libros no escapan a este vicio tan humano de opinar. En la última entrada de este blog comentaba el propósito de leer, de una vez, En busca del tiempo perdido, sin embargo, esta carencia lectora no me impide opinar sobre la novela de Proust, son tantas las referencias, los comentarios y las críticas sobre su obra que puedo tener una idea fiel y contrastada de las magdalenas proustianas y su fundamental aportación a la literatura universal. Lo mismo sucedería con el Ulises de Joyce o con Guerra y Paz de Tolstoi, por señalar algunas otras de mis faltas como lector. De todas ellas puedo opinar, de todas ellas tengo referencias y conozco más de un detalle interesante. En realidad, leer no sirve para hablar de lo leído. Cuando nos preguntan que nos ha parecido el último libro que hemos leído acostumbramos a contestar con dos o tres frases hechas según el caso: es fulanito, ya sabes; es complicado de explicar; a mí me ha gustado. Y así salimos del paso. Leer es un acto íntimo, un acto que conecta directamente con nuestro inconsciente y en el que se ponen en marcha resortes incontrolables como la evocación, los deseos, la fabulación, los complejos y toda la caterva de elementos freudianos. Nos sabemos, no podemos, transmitir aquello que nos ha aportado una lectura. Podemos llegar a realizar una sinopsis, siempre distorsionada, y, quizás, nos aventuremos con unas mínimas pinceladas de crítica textual o de comentario estilístico. Cuando hablamos de libros, lo hayamos leído o no, irremediablemente hablamos de otras cosas, de muchas y variadas cosas, pero de nuestra experiencia lectora, realmente, poco, muy poco. No es necesario leer para hablar de libros, ni es fundamental leer para vivir, ni siquiera para sobrevivir, para lo único que es indispensable leer, me temo, es para escribir.
Citaré tres libros que he descubierto estos últimos días en las librerías y que vienen al caso: Cómo hablar de los libros que no se han leído, de Pierre Bayard (Compactos, Anagrama); Saber de libros sin leer, de H. Hitchings (Planeta) o Diccionario de literatura para snobs, de Fabrice Gaignault (Inpedimenta). Evidentemente no he leído ninguno de los tres, simplemente he ojeado el primero, el de Bayard, del cual extraigo una cita de Oscar Wilde: “Para el crítico la obra de arte no es más que una sugerencia para una nueva obra propia que no requiere guardar ninguna similitud evidente con el objetivo de su crítica.”
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