Las hordas católicas han tomado Madrid. No puedes dar dos pasos seguidos por las calles sin encontrarte con sus mochilas horteras, sus camisetas JMJ (unas siglas que dan mucho juego), sus banderitas, sus vítores catequistas o sus guitarras (indultadas por la SGAE) al hombro. Todos llevan la misma expresión ñoña en el rostro, la falsa bondad jesuítica, todos aman a Dios, al Mundo y al prójimo (siempre que este, el prójimo, sea también católico). Incluso han contagiado su consigna qué bonito es todo a las beatorras y los santurrones más castizos, que por primera vez en décadas se sienten orgullosos de que la juventud tome las calles de la ciudad. Muy fraternal todo, muy católico, muy que la paz sea contigo, hermano. Un discurso que se hace añicos en cuanto les reprochas su actitud abusiva ocupando y paralizando una ciudad entera (ellos, los que más se han quejado del 15-M), o les señalas lo pornográfico del gasto que supone organizar un acto tan desproporcionado, lo pague quien lo pague, o les recuerdas que la libertad de expresión es para todos, también para los que queremos decir que no nos interesan sus creencias o que discrepamos de sus ideas. Por eso reivindico, corriendo el riesgo de que los antidisturbios me den de ostias, la lectura para todos del estupendo ensayo de Betrand Russell Por qué no soy cristiano. Incluso a los zombi-católicos les vendría bien esta lectura, aunque solo fuera por contrastar ideas, por tener referencias externas. Sin embargo, mucho me temo, comprobando las interpretaciones que hacen de esa colección de fábulas en la que basan sus creencias, que poco o nada sacarían del libro de Russell. Así que nada, que sigan celebrando, que sigan con su sentimiento eterno de culpa y, si no hay más remedio, que sigan cantando su gozo en el alma, pero con auriculares, por favor, como en el orgullo gay.
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