Murakami comienza a dar signos de sufrir el llamado síndrome de Auster, enfermedad económico-narcisista que despierta en los autores que la sufren la irrefrenable necesidad de entregar a sus lectores el mayor número de obras posible en un solo año. Es un síndrome terrible para el lector, quien no da abasto ante tanta narrativa, y mucho peor resulta para el escritor, puesto que esa abundancia autoimpuesta acostumbra a terminar en un maquiavélico todo vale. Y es así, todo vale. Novelas excelentes (una cada tres o cuatro años), novelas aburridas, novelas repetidas (la mayoría), obritas de teatro, guiones maltrechos de películas insufribles, novelas convertidas en cómic o libros que hablan sobre lo que uno quiere decir cuando habla de correr.
Hace unos meses Murakami nos ha sorprendido a todos con una auténtica machada, digna de todo un corredor de maratón como él. Ha publicado, instantáneamente, los dos primeros libros de una trilogía (Tusquets los ha editado en único tomo) y antes de que finalice el 2011 nos dejará leer el último libro de 1Q84. Puede que para el 2012 se atreva con una tetralogía o con la enciclopedia Larousse. Quién sabe. Supongo que la historia desarrollada en 1Q84 la tenía en mente desde hace años y la ha ido desarrollando lentamente al tiempo que se dedicaba a otras novelas y a otras carreras. Ninguna novela surge de la nada ni se crea después de un momento mágico de inspiración, incluso cuando alguien escribe una novela en una semana o una trilogía en un año, el proceso creativo viene de lejos, probablemente hace años que la idea da vueltas en la cabeza del escritor. Sin embargo, existe un pequeño riesgo cuando se tiene ese glotón síndrome Auster: uno puede olvidar que está escribiendo y aparecen las interconexiones extrañas entre la novela publicada en febrero y la siguiente, de temática completamente distinta, que aparecerá en octubre. Yo espero que en la trilogía 1Q84 no aparezcan adolescentes fanáticos del onanismo (eso es una obviedad, señor Murakami), ni chicas recatadas que esconden una fogosidad voraz y, sobre todo, que no se le cuelen más gatos que hablan para no decir nada.
Y me gusta Murakami, de verdad.