En estos días de Semana Santa tan
llenos de dolor y angustia, con esos encapuchados recorriendo tétricamente las
calles de nuestras ciudades y con esa música fúnebre retumbando a todas horas,
reivindico el romanticismo, la aventura, la inocencia y la frescura de una
sonrisa. Los canales televisivos nos acosarán con dramones bíblicos e historias
de pasiones para beatorros, yo propongo que lancemos el mando de la televisión
al palio del Cristo de turno y recostándonos en nuestro sofá preferido volvamos a ver aquella maravillosa y tierna
película: La princesa prometida.
Para quien no lo sepa, La princesa prometida, antes de ser
película fue libro (como sucede tantas y tantas veces). Su autor William
Goldman es además un prestigioso guionista de Hollywood, con títulos tan
admirables como: Dos hombres y un destino
o Todos los hombres del presidente.
Ha escrito otras novelas e incluso libros sobre el oficio de guionista, pero
sin duda, su obra más perdurable, más reconocida no es otra que está historia
de aventuras y romanticismo (un romanticismo nada lacrimógeno, todo lo
contrario: un romanticismo esperanzador y feliz). Las tribulaciones de la bella
Buttercup, el amor incondicional de Westley y su incorruptible como desees, André el Gigante, Iñigo
Montoya o el malvado Humperdinck,
todos son personajes inolvidables que nos arrancarán una sonrisa y nos pondrán ojos
risueños. Quizás miremos por la ventana, más allá de los desfiles católicos,
quizás recordemos ciertos momentos, quizás comprendamos lo que significa amar y
seguramente sintamos una punzada en el corazón. En cualquier caso, siempre
pasaremos un buen rato. Para quienes opten por leer la novela, en vez de ver la
película, no olviden poner de fondo la banda sonora de Mark Knopfler y Willy
DeVille, así la ambientación será perfecta.