La primera vez que escuché los
versos ¡Oh, capitán! ¡Mi capitán!,
fue cuando Geoffrey los recitó en uno de los momentos estelares de aquella
serie televisiva protagonizada por Will Smith: El príncipe de Bel-Air. Puede parecer inapropiado hablar de Walt
Whitman usando la escusa de El príncipe
de Bel-Air (y viceversa), pero la poesía es así: entra por donde menos lo
esperas. Yo entonces ya le daba al verso (mucho más que hoy en día) estando
como estaba en plena post-adolescencia llena de arrebatos románticos y
existenciales. Sin embargo, me inspiraban más las letras de algunos grupos
rockeros que la lírica de los grandes autores. De hecho huía de todo lo que
sonara a clásico, de todo lo que tuviera el reconocimiento generalizado,
prefería lo subversivo, lo rebelde, lo más underground. Más tarde fui ampliando
mis lecturas, descubriendo obras, siguiendo las huellas que los autores van
dejando en sus escritos, creando mi propio recorrido lector e inevitablemente
en esta construcción bibliográfica fueron entrando los clásicos. Y un clásico
te lleva a otro y a otro y a otro y cuando varios caminos confluyen en un mismo
punto sabes que te encuentras ante uno de los grandes paisajes literarios,
sabes que tienes que zambullirte en él. Hoy en día, al repasar los títulos que
abarrotan mis estanterías, me detengo ante la W de Whitman y ya no veo uno de
esos clásicos canónicos a menudo insoportables, hoy cuando abro las páginas de Hojas de hierba (yerba, que diría Valle-Inclán) sé que voy a leer poesía, poesía de
la buena, de la que te llega dentro. No subscribo el cien por cien de la
afirmación de Neruda: “Existe un solo
poeta, Walt Whitman”, pero no le falta razón.
Walt Whitman murió un día como
hoy, un 26 de marzo de 1892. Cualquier día es bueno para hablar de sus versos,
cualquier escusa es buena para recordarle y siempre es oportuna su relectura. ¡Oh, capitán! ¡Mi capitán!
Pues para mí siempre será la imagen de los alumnos de una academia yankee despidiéndose de su mejor "descubridor de la vida" , el profesor Keating...
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