lunes, 2 de mayo de 2011

ÉCHENLE LA CULPA A SABATO

Durante mucho tiempo vi la portada de El Túnel sin atreverme a pasar al interior, sin querer hurgar entre sus páginas. El libro estaba colocado en un lugar privilegiado en la biblioteca de mi padre, quien consideraba la novela como una de sus lecturas preferidas. Era una portada inquietante, el título en una franja verde y debajo: un túnel, una oscuridad profunda que anunciaba, probablemente, un viaje sin retorno. Un verano, de helados y fuegos artificiales, me atreví, por fin, a atravesar la frontera. Maldita la hora. Lo repito: ¡Maldita la hora! No recuerdo un libro que me haya inquietado tanto, que me haya dejado tan mal sabor de boca, ni siquiera los de Palhaniuk (mero agitador de intestinos). No hablo de su prosa, evidentemente. Hablo de la certeza que revela su lectura: todos llevamos un psicópata en nuestro interior. Pero no un psicópata a lo Jim Thompson, nada de cinismo del midwest con sombrero tejano y revólver al cinto. Un psicópata de los de verdad, de los que pasan desapercibidos, de los que se camuflan y viven a tu lado hasta que un buen día te miras en el espejo y descubres que ese odio hacia todo lo humano lo llevas marcado en tu reflejo. Sí, un verano de helados y fuegos artificiales, leí El Túnel y desde entonces la sombra del pintor Castel me persigue amenazando con asomarse cualquier día de estos. Quizá no debí de leerlo tan pronto, quizá sea una lectura para cuando ya estés de vuelta de todo. El propio Sabato contaba que, mientras pudo, impidió la lectura de El Túnel o Sobre héroes y tumbas a sus propios hijos, por desagradables. Sin embargo, lo leí. Ya no hay vuelta atrás. Si un día descubren que me he vuelto un psicópata, sociópata o un desalmado con delirios y sin escrúpulos, échenle la culpa a Sabato.