sábado, 18 de agosto de 2012

D. F. WALLACE, EL RUIDO DE LOS MOTORES


A veces uno llega tarde. A veces uno no escucha los consejos de otros y tiene que descubrir las cosas por sí mismo para que luego le reprochen: “ya te lo dije” Sí, sí, ya me lo dijeron. Sí, sí, ya lo escuché. Deberías de leer a…Vale, vale, ya lo haré. Y el nombre se te queda allí en la memoria, en el cajón de los nombres que deberías de prestar atención, un cajón sin fondo, un cajón repleto de iniciales y apellidos, de títulos, de recomendaciones.  Y pasa el tiempo. Pasan los meses. Más meses. Años, incluso. Hasta que un día no es que abras ese cajón de las recomendaciones perdidas, sino que un libro cae en tus manos de forma inesperada; lo miras, lo observas, lo palpas, lo abres, lees la nota biográfica de la contraportada… Entonces recuerdas… Pero si de este tipo ya me habían hablado… Y ves la foto. Y piensas: coño si parece Christopher Lambert en Los Inmortales. Vaya título, piensas: La niña del pelo raro. Pasas una página, pasas donde dice que la traducción es de Javier Calvo, pasas la escueta dedicatoria, pasas el índice, comienzas a leer y tras el tercer punto te encuentras: El cielo parece un cerebro. Luego vas descubriendo otras comparaciones, cada cual más sorprendente, y metáforas, todo es una gran metáfora. La sintaxis, la estructura de los relatos, los personajes, las situaciones que plantea, todo es un gran disparate que sirve como reflejo fiel de una sociedad aun más extraña, aun más desconcertante, aun más desoladora que la que Wallace plasma. Hasta que antes de cerrar el libro lees: Escucha el silencio que hay detrás del ruido de los motores. Es entonces cuando comprendes que ese silencio, el que hay tras el ruido de los motores, esa canción de amor, es lo que estuvo buscando D. F. Wallace hasta ese extraño y a la vez familiar día de septiembre en  el que decidió quitarse de en medio. No sé rindió, no. Simplemente se hartó. Yo he llegado tarde a sus libros, no me apresuré a comprobar lo acertado de aquellas recomendaciones. Hace cuatro años que se ha muerto y apenas he leído un libro suyo. Sin embargo, cuando lo leo parece que lo conociera de toda la vida. Es extraño, como si yo también, al igual que todos lo que me recomendaron su lectura, anduviéramos atentos a ese silencio que hay detrás del ruido de los motores.

viernes, 18 de mayo de 2012

SE LO LLEVÓ LA CHINGADA


A orillas del Sil llega la noticia de la muerte de Carlos Fuentes y a uno solo le queda la opción de escupir un rotundo ¡Mierda!, poco panegírico, pero bastante sentido. Apenas hace tres días le hicieron una entrevista en El País en la que hablaba de su última novela, esa que ya será póstuma, de su futura novela, esa que alguien terminará de escribir por él y advertía, premonitoriamente, que a cierta edad o te mantienes joven o se te lleva la chingada. ¡Mierda! Repito. Los cánones le incluyen en eso que llaman el boom, en el realismo mágico y en otras no se sabe cuántas monsergas. Otros discutirán sobre si es el mejor escritor mexicano de todos los tiempos, o si lo es Rulfo, o si lo es Hernán Cortés, o si lo es Pitol (esto lo digo yo), discusiones estériles cuando cualquiera sabe que el mejor escritor mexicano de todos los tiempos es el tipo que se inventó lo del calendario maya. Otros le incluirán en la santificación de los escritores comprometidos, los críticos, y alabarán con aplausos y vítores su visión, condicionada como la de cualquiera, del México actual sin prestar demasiada atención a la belleza de su sintaxis. Y mientras esto sucede, otros nos quedaremos sin saber claramente que pasó con Artemio Cruz. Y mientras esto sucede, otros esperaremos, sin saberlo, a las puertas de La región más transparente. Y mientras esto sucede, otros sabremos que allí, en lo más alto, sentadito en La silla del águila, estará él: Carlos Fuentes.
Mierda, compadre. Se te acabó la tinta, se te llevó la chingada.

domingo, 6 de mayo de 2012

LA CASA DE LOS PANERO


He pasado por Astorga y he paseado por la casa de los Panero. Es una casa triste, una casa con resaca, con demasiados litros de alcohol derramados en sus tabiques. La esperaba en blanco y negro, como en la película de Chávarri y pensé que en el patio me encontraría con Felicidad, ella también en blanco y negro, y fumando al lado de Juan Luis, de Michi y de Leopoldo María; todos fumando, hasta la estatua a la que taparon por fea fumaría. Eso es lo que yo esperaba, porque había visto la película, claro. Pero de aquello ya no queda nada. No, la casa es más que nunca ese agujero llamado Nevermore del que nos ha hablado a menudo Leopoldo María, un Nevermore profundo, desolado y con innumerables ecos psicóticos. Dicen que ahora quieren reabrir la casa, la casa de los Panero, para quitarle la resaca anquilosada y convertirla en un museo más de esos que tanto abundan. Un museo, de qué. Un museo, para qué. Y el precursor de la brillante idea, abstemio él, asegura que Leopoldo (el patriarca) puede que fuera un mal padre, pero  fue un hombre de palabra, un hombre de honor. Así se jusifican las grandezas, está claro, al menos así la justifica el comedor de mantecados este, con su voz de castellano viejo, más preocupado por la honra que por el legado que un padre deja a sus hijos. Y luego añade que Leopoldo (el patriarca) tampoco fue fascista. Entonces, qué fue. Franquista, será eso. Pues nada, que reabran la casa y que aprovechen el tirón de Gaudí para seguir engañando a los turistas, al menos los mantecados están ricos, muy ricos.

domingo, 22 de abril de 2012

A VECES ES MEJOR


La primera vez que lo vi aparte la mirada rápidamente y negué, incrédulo, lo que había visto. No, no es cierto, me dije, no puede ser. Así que volví a mirar. Y sí, había visto lo que había visto. ¡Qué bestia!, pensé. ¡Qué criminal! ¡Qué psicópata! ¿Quién puede hacerle eso a un libro? Emití algún que otro gruñido de disgusto y apunto estuve de salir corriendo de allí a golpe de ratón. Pero no me fui de la página web, me quedé observando, con las pupilas atrapadas por la curiosidad de lo desagradable, la más consistente de las curiosidades, hasta que fui cruelmente vencido. Un minuto tardó mi alma de beato bibliófilo en aceptar aquello que me había parecido atroz en un primer momento. Un minuto sin pestañear para comprobar cómo mi esquema de valores se desmoronaba y el espíritu de bibliotecario santurrón (quizás meapilas) quedaba hecho cenizas. Un minuto, nada más, tardé en sorprenderme diciendo, o pensando, o ambas cosas: ¿por qué no? Sí, por qué no. ¿Por qué no hacer esculturas con un libro? Realmente, dejando a un lado los derechos de autor, con muchos libros es lo mejor que se puede hacer, incluso me atrevo a decir que muchos ganarían bastante e incluso tendrían una utilidad real. Sí, amigo, si el último libro que has leído te resulta un coñazo insoportable no lo abandones en la estantería, ni siquiera lo lances a la hoguera, mejor sigue los pasos de Guy Laramee y hazte un chillida.

lunes, 12 de marzo de 2012

PELECANOS & THE WIRE


La foto que encabeza esta entrada corresponde a un fotograma de la serie The Wire. En ella vemos  a Renaldo, el novio de Omar (grande Omar), leyendo un libro titulado  Drama City de un tal Pelecanos. Resulta que el tal Pelecanos es uno de los guionistas de la serie y el fotograma en cuestión es uno más de los numerosos guiños que hay en The Wire. Resulta que el tal Pelecanos es, además de guionista, escritor de novelas policiacas. En la serie hay numerosos guionistas, todos excelentes, pero resulta que Geroge Pelecanos es también un buen escritor (algunos dirán que hay otros buenos escritores en el equipo de The Wire, tengo mis dudas). Es otra de las grandezas de la serie de David Simon, todo lo que te descubre más allá de la trama argumental. Yo he comprado El jardinero nocturno, a precio de saldo, y la estoy disfrutando como un enano. Pura novela negra, sin más pretensiones. La leo y no sé si estoy en las calles de Washington o de Baltimore, no sé si el detective se llama Ramone o McNulty, eso a pesar de que no se parece en nada a The Wire, sin embargo, hay algo subterráneo que las conecta, algo que no tiene nada que ver con la trama ni el argumento, algo mucho menos tangible, quizá el hedor, el aroma de alcantarilla que se percibe en los decorados de fondo de ambas historias. La leo y la disfruto. Un motivo más para dar las gracias a The Wire.
Existe un pequeño y ameno libro titulado The Wire, 10 dosis de la mejor serie de la televisión, en la que entre otros colabora George Pelecanos. Él no se recrea en las experiencias al otro lado de la cámara, ni elabora tesis comparativas del producto televisivo con Homero, ni tan siquiera cuenta las experiencias vitales que ha vertido en las cinco temporadas de la serie. George Pelecanos  escribe un relato policiaco, simple,  redondo,  es su aportación para hablar de la que dicen “la mejor serie de televisión”, no necesita decir más.

martes, 28 de febrero de 2012

AUTOAYUDA PARA ESCRITORES


Son muchos, muchísimos, los libros publicados sobre el vicio de escribir. Los hay pretenciosos, simples, básicos, ingeniosos, petardos, irónicos, superficiales, terriblemente profundos, semióticos, neuróticos, plomazos, desternillantes, teóricos, prácticos, sensibleros y principalmente: inútiles. Sí, todos esos que se autodenominan manuales o guías para aprender a escribir y que incluyen en su portada o, lo que es peor, en su interior, frases-eslogan del tipo: aprende a escribir en diez capítulos, cómo se fabrica un best-seller, conviértete en un escritor y otras patochadas al uso son, una mierda, por inútiles y por obvios, porque la mierda es eso: inútil y obvia. Al menos no son dañinos, dirá alguien. Es verdad, no causan dolor, no demasiado, si acaso algo de dentera y casi siempre mucha risa floja al leer los consejos y/o trucos que se les da a todos aquellos que piensan que escribir es como construir la maqueta naval del coleccionable de turno. Yo no sé si se nace o se hace uno escritor, pero sí sé que es algo que no se aprende asistiendo a unas clases magistrales ni por la mera repetición mecánica de tal o cual movimiento técnico-teórico, porque lo esencial para esto de escribir no es otra cosa que  tener ganas de hacerlo, más que ganas, una necesidad imperiosa, es decir: ser un auténtico yonki. Y uno escribe y escribe y escribe, sin más. Más tarde llegarán los resultados, un buen día aquello que escribes te convencerá (que es lo más importante aunque muchos piensen que hay que convencer a otros, esos otros llamados lectores) y quizás se lo dejes leer a alguien y quizás te digan que es bueno y quizás te atrevas a enviarlo a algún sitio y quizás te lo publiquen. O no.  Puede que nunca te publiquen nada, nunca se sabe. Pero eso no importará porque seguirás sufriendo esa necesidad, las insaciables ganas de seguir escribiendo y te importará todo una mierda (inútil y obvia), que guste o no guste, que te lean o no. Qué se jodan, pensarás, porque lo tuyo es puro vicio y nada más. 
Para lo único que sirven algunos libros sobre esto de escribir es para comprobar que otros han pasado por las mismas o parecidas vicisitudes que tú, que han tenido los mismos miedos, complejos o dudas. Igual que en una de esas reuniones de alcohólicos anónimos: Hola, soy Marcel Proust y soy escritor, confesará compungido un tipo sobre una tarima mientras esconde, con las manos en la espalda, una tierna magdalena. Estás jodido, tío, muy jodido, pensaremos el resto de los asistentes, muy jodido, pero aplaudiremos por aquello de hacer piña, que no se sienta solo el bueno de Proust. Y así nos reconfortaremos todos en nuestras miserias compartidas, no idénticas, porque no a todos nos dicen algo las magdalenas, pero similares al fin y al cabo. Menciono aquí dos libros, dos orfidales que sirven para no sentirse tan solo en este puñetero vicio: El arte de la ficción, de David Lodge (Ediciones Península) y Un arte espectral, de Norman Mailer (Planeta).

lunes, 9 de enero de 2012

LOS ÚLTIMOS DE CABALLERO BONALD

De aquella fotografía en Colliure, de aquel homenaje a Antonio Machado en 1959 que se utilizó como símbolo de la llamada “generación del 50”, solo nos queda José Manuel Caballero Bonald y ahora anuncia que lo deja, que se le acabaron los versos. Como colofón a su poesía presenta un último acto: Entreguerras, una biográfica versificada que se publica en Seix Barral, editorial que creara su amigo y compañero generacional Carlos Barral. Más de doscientas páginas de versos llenos de vida o de la vida llena de versos son su despedida de la farándula editorial. Dice que no necesita escribir más, que a estas alturas ya ha escrito todo lo que tenía que escribir y silenciado lo que había que silenciar. “Dentro de cada palabra hay otra/que no se dice nunca,…”, decía él mismo en el poema Ab origine (Manual de infractores). Puede que sea cierta la amenaza, puede que sea verdad que Caballero Bonald cuelga la pluma y se corta el verso, no lo sé. Por ahora disfrutemos de estos sus últimos poemas y con la pasión del clandestino introduzcámonos en los recuerdos del poeta mientras mantenemos la esperanza y la creencia de que los vicios son para siempre.

sábado, 31 de diciembre de 2011

ÉLMER MENDOZA, ÁCIDO


Para terminar el año, recomendar la lectura de una buena novela negra, con detectives y delincuentes,  con cadáveres sin pezones, con políticos, con el FBI, con narcos y con un país, México, donde nada es lo que parece y donde todo se sabe aunque nadie diga lo que sabe. El trasfondo, el escenario, es similar al que describe Don WiInslow en El poder del perro, incluso hay algún que otro boxeador, sin embargo, Élmer Mendoza sabe de lo que habla, conoce la geografía humana con la que crea sus personajes y no nos cuenta una superproducción hollywoodiense en sus páginas, muy al contrario, Mendoza cuenta una historia mexicana, una más. El título de esta estupenda novela: La prueba del ácido (Tusquets). Para los que leyeron Balas de plata advertirles que reaparece Edgar “El Zurdo” Mendieta, alter ego del autor, más ácido y corrosivo que nunca, sarcástico como siempre. Para quienes no han leído nunca a Mendoza invitarles a que se atrevan con esta novela, que le echen huevos y, si acaso, entre página y página, se acompañen con un traguito de tequila mientras dejan sonar de fondo, épicos y melancólicos, un disco de Los Tigres del Norte.