martes, 22 de junio de 2010

LOS BUENOS NUNCA SE VAN SOLOS (I)

Pero la imagen que no me abandona en esta hora de melancolía es la del viejo que avanza bajo la lluvia, obstinado, silencioso, como quien cumple un destino que no podrá modificar. A no ser la muerte. Este viejo, que casi toco con la mano, no sabe cómo va a morir. Todavía no sabe que pocos días antes de su último día tendrá el presentimiento de que ha llegado el fin, e irá, de árbol en árbol de su huerto, abrazando los troncos, despidiéndose de ellos, de las sombras amigas, de los frutos que no volverá a comer. Porque habrá llegado la gran sombra, mientras la memoria no lo resucite en el camino inundado o bajo el cielo cóncavo y la eterna interrogación de los astros. ¿Qué palabra dirá entonces?
Tú estabas, abuela, sentada en la puerta de tu casa, abierta ante la noche estrellada e inmensa, ante el cielo del que nada sabías y por donde  nunca viajarías, ante el silencio de los campos y de los árboles encantados, y dijiste, con la serenidad de tus noventa años y el fuego de una adolescencia nunca perdida: << El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir >>.  Así mismo. Yo estaba allí.


    
   
                       Así mismo contó José Saramago en el libro Las pequeñas memorias y en el discurso que pronunció al recibir el Premio Nobel, la manera en la que sus abuelos maternos afrontaron la muerte, con estoicismo y tristeza, no por irse, sino por dejar las cosas buenas de este mundo, porque, al fin y al cabo, a pesar de todo, el mundo es tan bonito… No sé cuales habrán sido las últimas palabras de Saramago, habrán quedado en los oídos de Pilar, su mujer, pero imagino que le habría gustado abrazar, uno a uno, a todos los árboles que por su vida pasaron.

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